A Beethoven le pareció poco ser Beethoven y se hacía pasar por hijo del rey de Prusia. Francisco Umbral no se conformó con ser el mejor prosista del siglo y alimentó la fantasía de creerse un seductor. La gente se inventa cuentos porque lo cotidiano les resulta soso y, sobre todo, porque saben que si cuentas tu historia sin reírte no te faltará un puñado de ilusos que te crea. Ese es el intríngulis del mentiroso, la adicción del personal a creerse cosas, sobre todo las más increíbles. Si dices que el Universo nació de una explosión cósmica se ríen de ti, pero si dices que Dios te habla desde una zarza ardiendo levantas un sistema filosófico. Cualquiera con un par de lecturas sabe que el edificio de una narración se sustenta sobre tres sintagmas: érase una vez, cuando de repente y hasta que por fin un buen día. En el primero, el universo está en orden; en el segundo, un suceso inesperado altera ese orden y provoca una realidad distinta; en el tercero, se construye un nuevo orden a partir de esa otra realidad. Lo curioso es que cuanto más extravagante y abstracto sea el suceso inesperado, más a gusto se nos queda el cuerpo y menos preguntas quedan sin responder. El mundo lo creó Dios de repente, y punto. La Transición reparó la historia reciente, y punto. La Constitución es inamovible, y punto. Vivimos en el mejor de los mundos posibles, y pare usted de hablar. No sé. Me suena a cuento. Y como León Felipe , he sido dormido con todos los cuentos. Ya cansa. Ahora mismo están bombardeando a gente a unos cientos de kilómetros de mi casa. Bush entrega el bastón de mando encogiéndose de hombros y se larga a su rancho a vivir la vida. Y uno siente ganas de parar todos los cuentos. Y empezar de nuevo. Erase una vez un mundo complejo y raro, cuando de repente...