Sesenta años dan para mucho. Imaginen. Toda una vida. Nacer, crecer, reproducirse, morir. Enamorarse, desenamorarse, acabar una carrera, dejar los estudios, trabajar, viajar, casarse, sufrir, recuperarse de una enfermedad y gozar cada momento. Sesenta primaveras de esplendor en la hierba, sesenta febreros de mimosas en flor. Sesenta playas radiantes de verano, amaneceres de junio, noches de agosto interminables. Navidades en familia, mañanas de enero luminosas de azul, Carnavales, fiestas, romerías de mayo. Ver crecer a tus hijos y a tus nietos, disfrutar de una segunda juventud, por si hubiera sido corta la primera. Se pueden hacer y experimentar muchas cosas en tanto tiempo. Muchísimas. Sesenta años es la diferencia entre la esperanza de vida de un habitante de Mónaco y otro de Haití. En este país las personas viven una media de veintinueve años, la edad en la que los jóvenes españoles aún no piensan en casarse ni en tener descendencia. La edad en que muchos de ellos aún no se han ido de casa porque no encuentran trabajo o porque viven muy bien como hijos. Ninguno de nosotros espera la la muerte a esa edad. Qué lejos nos parece. Hasta los ochenta y uno nos queda mucho por delante. Y más a los jóvenes de Andorra, Japón o Australia. Y más a los de Mónaco. Sesenta años dan para mucho. Veintinueve para muy poco. Calculen cuánta prisa hay que darse para nacer, crecer, reproducirse. Cuánta para morir. Qué escaso margen de error si no existen segundas oportunidades ni segunda juventud que valga. No podemos cruzarnos de brazos ante esta sangrante diferencia. En Haití hablar de esperanza de vida es una broma macabra.