El día se anunciaba largo. Había corrido el rumor --el secretismo del Club Bilderberg origina muchos rumores-- de que los participantes de la hermética cita de poderosos de todo el mundo en Sitges (Barcelona) llegarían a las cuatro de la madrugada de ayer, cuando aún no habría salido el sol. Algunos de los poquísimos manifestantes --una treintena, bastante menos que los mossos d´esquadra desplegados-- prefirieron por eso celebrar un botellón y acampar en la rotonda de donde sale el único acceso a la urbanización Can Girona. Ahí está el Hotel Dolce, que hasta el domingo no recibirá a otros huéspedes que las 130 personalidades de la monarquía (las reinas Sofía y Beatriz), la política (al final acudirán Zapatero y seguramente Montilla, pero solo un día), la economía y las finanzas.

Querían, algunos llegados de Alemania, Inglaterra y Francia y muy amigos de enrevesadas teorías de la conspiración, darles la bienvenida a los siempre invisibles pero tan influyentes miembros del Club Bilderberg. Pero estos últimos lograron su objetivo. Primero, se hicieron esperar, hasta el mediodía. Y después, acudieron en coches con vidrios tintados. Irreconocibles, todos. Y una vez en el hotel, donde estarán hasta el domingo, ya no se les verá la cara, protegidos por unos impresionantes cordones de seguridad, helicóptero en el cielo y lancha de la Guardia Civil en el mar incluidos.

Tras horas de tedio, tocaba poner a prueba el despliegue policial. No con violencia, que no es el lema estos días, sino con cierta astucia. Una vista aérea en Google Earth señaló a este reportero, acompañado por dos colegas franceses, un camino por la parte de atrás, a través de viñedos, pequeños montes y frondosos bosques.

Habían sido advertidos los vecinos de que esas colinas se encontrarían estos días pobladas de agentes para frenar a los intrusos. Pero los tres caminaban y escalaban sin que nadie les diera el alto. Hasta que se oyó transmisor, volumen a tope, de un agente. "Hey, machote...", y unas instrucciones. Luego, más ruido delatador: dos mossos que bajaban en motos todoterreno por un estrecho camino. Los periodistas se agacharon.

A partir de ahí, vía libre aunque difícil hacia un pequeño monte, con una visión perfecta de la entrada del hotel. Pero en un pequeño observatorio de madera en los árboles, algo se movía: cinco activistas antisistema, uno de ellos con un potente teleobjetivo, observan el ajetreo toda la mañana. ¿Para qué? "Para asegurarnos de que todo eso que dicen del Bilderberg es verdad, de que existen". Y para retratarlos.

A cuentagotas

El tiempo pasaba apacible en aquel lugar prohibido, rodeado de agentes ajenos a la peligrosa infiltración del sitio más protegido del país. En un balcón del hotel había un hombre estirando los brazos, abajo otro hablaba por el móvil. Los Bilderberg llegando a cuentagotas. Pasadas las dos, una comitiva amplia. Parecía la de la reina Sofía. Nerviosismo abajo. Hora de retirarse. Otra media hora por el bosque, campo a través. Ningún policía. Hoy, seguramente, será diferente.