TAt mi mujer le gustaría ser maoísta, o soviética, o incluso le gustaría ser un hombre... No es que mi esposa sea comunista. Tampoco quiere ser varón por cuestiones de igualdad, libertad o poder. En realidad, estas ansias tan extrañas de mi compañera tienen que ver con la moda. Y es que mi mujer es muy rara. Para empezar, detesta ir de compras a las boutiques. Cada vez que ha de realizar alguna renovación en su vestuario parece como si le tocara sacarse una muela. Desde luego, si por ella fuera, no existirían la pasarela Cibeles, el salón Gaudí ni Vittorio, ni Luchino, ni Agatha, ni Verino. A veces me confiesa que le hubiera gustado vivir en la China de Mao o en una república soviética, pero no por el régimen político, sino porque así no tendría que cambiarse de ropa: un mono para los días de diario y otro para las fiestas de guardar.

En cuanto a lo de ser un hombre, es porque la moda masculina cambia mucho menos que la femenina. Y tiene razón. Veo los escaparates de las zapaterías y puedo calzar lo mismo que llevaba la temporada pasada sin quedar fuera de juego, pero ellas han de cambiar la puntera picuda por la redondeada y otras fruslerías así de desconcertantes. Aunque mi mujer pasa de todo. Y no es ella sola. Tiene por ahí desperdigadas varias amigas maoístas : se visten en los mercadillos, estudian árabe, tocan la viola, intercambian sus casas en verano con familias finlandesas, viajan siempre en tren, leen a Carlos Oroza y comen brotes de soja. Si todas las mujeres fueran como ellas, el mundo sería muy raro, tan raro como el Paraíso.