TCtuando yo era joven, que tampoco hace tanto, Salamanca era un mito. Allí había pubs modernísimos, barbudos revolucionarios, músicas distintas y chicas que no se confesaban si te daban un beso de tornillo. Mi mayor esfuerzo adolescente fue estudiar como loco para matricularme en la meca castellana del placer, la revolución y la sabiduría. Luego descubrí que la sabiduría está en los libros y que los placeres siempre se los llevan los guapos aquí, en Salamanca y en Manganeses de la Polvorosa, provincia de Zamora. En cuanto a lo de la revolución... Bueno, ahí sí he de reconocer que Salamanca me ayudó a tener un currículo más o menos decente porque me expulsaron de un colegio mayor por bolchevique o algo así, mientras que en Cáceres mi padre nunca me hubiera expulsado de casa, entre otras cosas porque sabía que seguía siendo más de las Congregaciones Marianas que de las hordas leninistas. El caso es que Salamanca era el mito de los 70 para un joven de la provincia de Cáceres y allí peregrinábamos en busca de caricias, pacharán y rock and roll.

Después, todo cambió. Cáceres emergió como gran capital de la movida y el despendole y Salamanca perdió su gracia. Pero ya ven, los tiempos vuelven por donde solían. Cáceres ha retornado a su munificencia beatífica y los jóvenes han retomado la senda del exilio salmantino. El pasado sábado, la marcha cacereña emigró a Salamanca para asistir al último concierto de la gira de Extremoduro y este viernes, los autobuses volvían a partir llenos de exiliados en busca de emociones charras.