Cada vez estoy más convencida de que escribir con faltas de ortografía no es más que un desprecio al lector, algo así como decirle, yo escribo así de mal porque tú, que sabes tan poco como yo, vas a entenderlo. Y además te va a dar igual basto que vasto, hatajo que atajo, porque a estas alturas ya nadie usa esos términos. Por eso cada día soporto menos leer un texto cuajado de errores ortográficos. Por mi profesión es algo que tengo que hacer todos los días, pero en clase no protesto, sino que corrijo y enseño opciones. Es mi obligación formar a quien está ahí para ser formado. Y eso que la batalla es dura. Trato de explicarles que escribir sin seguir las normas es igual que sumar mal en matemáticas o correr cien metros en dos horas. Y que confundir la equis y la ese significa que los ladrillos están mal puestos, el balance no cuadra y la casa está a punto de derrumbarse. Más o menos acaban entendiéndolo, a pesar de las protestas. El problema surge cuando lo que tienes delante no lo ha escrito un alumno, sino alguien que ha recibido una formación acorde a su edad o cargo, aunque no la haya aprovechado. Entonces, las faltas se convierten en socavones y las reglas de ortografía en trincheras. Da igual, parecen decir. Da igual cómo se escriba mientras que se entienda. Las normas están para incumplirlas. Pero no. Por encima de la burricie y esa estúpida rebeldía que no encubre más que la ignorancia, está la voluntad de comunicarse, de seguir un código que no tiene más horizonte que el entendimiento mutuo. Así que no da igual, no. No es lo mismo expirar que espirar. O si no, respiren hondo, y hagan la prueba.