La pluralidad de maneras de pensar y de vivir es una de las grandezas del género humano. Vemos documentales sobre la vida animal a la hora de la siesta y nos damos cuenta de que lémures, leones y cebras viven de la misma manera y repiten sus mismos esquemas de comportamiento. No importa que sean de Tanzania, Kenia o Madagascar porque está todo preestablecido genéticamente. Las personas somos diferentes y nos da por cambiar de manera sustancial en función del lugar en el mundo que habitamos o de las preferencias de cada uno. Si vinieran los del National Geographic de Saturno a hacer un reportaje sobre esa especie llamada humana, tendrían que pasar mucho tiempo filmando para recoger nuestras variadas formas de organización. También las familias han sufrido a lo largo de la historia cambios sustanciales, unos mejores y otros peores, como pasa en casi todo. Ayer se reunían en las calles los que creen que las familias tienen que ser las de toda la vida, las clásicas, las que se definen con esa coletilla que da miedo: como Dios manda. No sé si estarán a punto de pedir a la Academia de la Lengua que se impida el uso del término a las agrupaciones de humanos que no se rijan bajo sus particulares parámetros. A mí me parece muy bien que la gente salga a la calle a expresar con orgullo lo que es y a que reivindiquen su derecho a seguir siéndolo. Rouco y Kiko Argüello saben que nada ni nadie les impedirá que su modelo de familia sea puesto en práctica, pero me temo que sus reivindicaciones no sean sólo para defender sus postulados sino dejar fuera de juego a quienes no comulgamos con sus ruedas de molino.