Cuando vimos las imágenes de la agresión a una ecuatoriana en el metro de Barcelona hubo quienes pusieron el grito en el cielo por la inacción de la otra persona que aparecía en la imagen. Luego supimos que este testigo auxilió a la víctima y le recomendó que presentara la denuncia oportuna. Si se hubiera atrevido a decirle algo al agresor, tal vez habría acabado todo en una pelea y la cosa habría quedado como un enfrentamiento entre jóvenes. Semanas después muere asesinado en Madrid un chico de los que no se callan al ver a los racistas vanagloriarse: su actitud valiente le siega la vida con tan solo 16 años frente a un soldado que llevaba encima un machete de 24 centímetros. Y es entonces cuando los mismos que criticaron la pasividad del testigo del metro de Barcelona, meten en el mismo saco a los racistas de Madrid y a los antifascistas que nos advierten del mal que se nos avecina. Ese mal acaba llegando a la puerta de casa: un joven extremeño ha estado hospitalizado con una herida de acero en el pecho y persiste un interés incomprensible en confundir el asunto con reyertas entre bandas rivales y vendettas de capuletos y montescos. Para ser antifascista no hay que pegar patadas, tirar atriles, ni romper escaparates, pero es necesario serlo y no permitir calladamente que el discurso nazi, fascista y racista se acabe asentando como una opción más. Si no tenemos claro que esto es un problema político, estaremos cayendo en un error que el tiempo nos hará lamentar. Por eso, lo más urgente es establecer ya un plan de prevención del racismo y la xenofobia antes de que los huevos de la serpiente se vuelvan a abrir.