Me gusta la Navidad. Sé que no suena muy políticamente correcto, pero qué le vamos a hacer. Me gusta ver a mi gente con una excusa para reunirse aunque no sea más que una vez al año. Ya sé que es la época más melancólica del mundo, que está llena de estupideces y de pamplinas, que se resaltan las ausencias, que los borrachos se adueñan de las calles, que hasta los peces beben y beben y no hay forma de entrar en un bar sin toparte con alguien que no sabe dónde aparcar su euforia sino sobre tu oreja. Pero no importa: me gusta la Navidad, la fiesta menos religiosa del año. Porque lo de menos es su origen pagano, lo de menos es que otros celebren el nacimiento de un mito que cambió el rumbo de la historia; lo que importa, lo que a mí de verdad me importa, es ese sentimiento íntimo de saber que te vas haciendo mayor tan deprisa, mirar a los ojos de tus padres y descubrir que se han hecho abuelos y luego bisabuelos y que no exigen más pago a su entrega que el de reunir bajo un mismo techo a toda su sangre, aunque sólo sea una noche al runrún de un villancico mal cantado, porque para ellos la tradición es el único libro de historia que les deparará una breve reseña, que algún día, alrededor de una mesa repleta de platos raros y de gente que acaso aún no haya nacido, en el momento de los brindis, alguien, un hijo, un nieto, una nuera, levantará una copa y, con los ojos cerrados, brindará por ellos, tal vez por nosotros, por estas navidades que ahora empiezan y que acaso dejen en su memoria un hermoso recuerdo. Yo miro a mis hijos y sé que estoy viviendo su pasado, que un día me mirarán a los ojos y comprenderán, como yo comprendo, que por encima de la melancolía, de lo comercial, de los villancicos, está el deseo de dejar una impronta de felicidad.