Fiyi, un pequeño estado insular del Pacífico, un territorio amenazado por el aumento del nivel del mar y la salinización, es desde hoy una de las esperanzas en la lucha internacional contra el calentamiento global. La isla debería haber acogido la nueva cumbre del cambio climático, tal como se acordó en la anterior conferencia, pero por motivos logísticos más que obvios se cedió la organización a Bonn, la antigua capital de la República Federal de Alemania y sede principal de la Convención de la ONU sobre Cambio Climático (UNFCCC). Fiyi, no obstante, mantiene la presidencia de las negociaciones con su primer ministro, Frank Bainimarama. Y está dispuesto a dar guerra. A salvar sus tierras.

Es la primera vez que una isla del Pacífico preside una cumbre del clima -o COP, como son conocidas en siglas-. Y este protagonismo permitirá sin duda amplificar la voz de los pequeños estados isleños, países que a pesar de tener muy poca responsabilidad en la emisión de gases serán previsiblemente los más afectados por los cambios climáticos. Agrupados bajo la organización AOSIS, son nada menos que 37, desde Tonga a Seychelles o Trinidad, una cifra elevada para unos acuerdos que se adoptan por mayoría absoluta.

Lleno a rebosar

En Bonn se espera la llegada de unas 25.000 personas entre miembros de las delegaciones, científicos, ecologistas y representantes de empresas y lobis de presión. El 12 de diciembre del 2015, el mundo dio un gesto de esperanza con la firma del Acuerdo de París. Por primera vez en la historia, hasta 194 países se dieron la mano para sellar un pacto contra el cambio climático. Casi dos años más tarde y con un optimismo más moderado, aún queda mucho trabajo por hacer. La COP23 de Bonn será además la primera que se celebra desde que el negacionista Donald Trump asumiera la presidencia de Estados Unidos y decidiese retirar a la potencia más contaminante de la historia del Acuerdo de París.

Alemania asignará parte del presupuesto de la cumbre, estimado en 117 millones de euros, a una flota de bicicletas y autobuses eléctricos para llevar a la gente entre las diversas sedes. Como detalle ejemplar, cada participante recibirá una botella de agua rellenable que, según los organizadores, evitará el uso de medio millón de vasos de plástico. El Ministerio de Medio Ambiente alemán también está invirtiendo en proyectos de energía renovable para compensar las emisiones de gases derivadas de los vuelos que transportan a los asistentes a la cumbre.

La lentitud negociadora, el alto tecnicismo del contenido y la dificultad para llegar a acuerdos hacen que este tipo de convenciones tengan poco impacto mediático. Para ello, y para impulsar la conciencia colectiva sobre la necesidad de impulsar pactos ambiciosos, varios grupos activistas han convocado un acto de protesta en las inmediaciones de Bonn. Ayer, la organización Ende Gelände da la bienvenida a la convención con una acción de desobediencia civil masiva en la que se espera que más de 1.000 activistas bloqueen los accesos a los importantes campos mineros de la región de Renania.

Irónicamente, cerca de Bonn opera la poderosa compañía minera alemana RWE, la empresa más contaminante de Europa. La Organización medioambiental alemana Bund ha pedido a Angela Merkel que utilice la COP23 para que Alemania abandone el uso del carbón para el 2030, algo que a día de hoy parece una utopía.