La fuerza principal de la Fundación Vicente Ferrer ha sido, y es, el nombre que lleva. Y el personaje que había, erguido y humilde, detrás de ese nombre, de la fundación. Una persona lejana y cercana a la vez. Alguien que recibía en el 2007 casi 40 millones de euros de padrinos de niños indios, de hermanastras de mujeres hindús, de patrocinadores de colegios u hospitales, pero que no se quedaba ni un duro más del dinero necesario para comer y vivir.

El éxito de la fundación, con 155.000 personas adheridas a sus proyectos, ha radicado en la visibilidad de la persona que le daba nombre. Para mucha gente es diferente ingresar dinero en una cuenta de una oenegé con mucho renombre, pero sin una cara visible, que en una organización tan identificada con una persona y sus proyectos.

La Fundación Vicente Ferrer vivió su gran despegue con la inauguración de su sede en Barcelona. Y resultó atractiva la propuesta: apadrinar un niño en un lugar concreto, con nombre y apellido. De apadrinar a niños, se saltó a otros proyectos. Fue como si los colaboradores confiasen sus euros a Vicente y que este los entregara en persona a los necesitados de Anantapur.

Otro pilar de su éxito es la transparencia. En sus cuentas anuales del 2007, la Fundación Vicente Ferrer así lo explica: un 4,61% de los casi 40 millones de euros que recibió iban a tareas administrativas, un 4,43% a captar fondos y el resto, un 91%, a proyectos.