Un ciudadano brasileño ha hecho realidad el sueño de algunos morbosos empedernidos: acudir por sus pies a su propio entierro. A Ademir Jorge Gonçalves , que así se llama el cadáver sin causa, lo habían dado por muerto en un accidente de tráfico después de que sus más allegados --una tía suya y cuatro amigos-- la pifiaran durante el reconocimiento del cuerpo en la morgue. Pero como dice la rumba, el hombre no estaba muerto, estaba de parranda . Después de pasar toda la noche bebiendo cachaça, un amigo le telefoneó para informarle de que lo iban a enterrar esa misma mañana. Ni corto ni perezoso, Ademir se presentó en el cementerio, todavía borracho, para ver su entierro --por ver qué pasaba, vaya--, con el consiguiente susto del cortejo fúnebre.

En España sucede algo parecido con Mariano Rajoy . Sus más allegados , Esperanza Aguirre y Gallardón , eternos aspirantes a la Moncloa, no cejan en su empeño de hacerle la cama, digo el ataúd, semana a semana. Y semana a semana, Rajoy, el cadáver que no cesa, acude borracho de tozudez y determinación para gritarle al Gobierno, a su partido, a sus detractores, en fin, para gritarse a sí mismo, que sigue vivo.

La política es el arte de lo posible, pero por encima de todo es el arte de la supervivencia. Rajoy sobrevive abriéndose paso a través de la bruma de la deslealtad, haciendo la oposición a ZP mientras los líderes de su partido en Madrid, perros de presa entre sí, le hacen la oposición a él. Algún buen amigo de Rajoy debería telefonearle una mañana de resaca para recordarle que los cementerios están llenos de cadáveres que cayeron víctimas del fuego amigo.