TRtelucía. Estaba vestida de blanco y relucía. Era japonesa, menuda, delicada, leía un libro acodada en la barra de un café de la cacereña avenida de la Montaña, ajena al trajín, al bullicio, a la extrañeza que provocaban su lectura y su blancura... Y relucía. Frente a ella, en una mesa, dos mozos desayunaban. También estaban vestidos de blanco, pero no relucían. ¿Por qué es tan caprichosa la luz? Los mozos machotes se comportaban según los cánones primarios de su especie. Mojaban el churro y repasaban a la chica oriental de arriba abajo, de abajo arriba, ofuscados por su brillo, diciendo barbaridades y soltando risotadas con sus bocas llenas de churro.

Ella seguía leyendo sin inmutarse, como si se encontrara en la penumbra silenciosa de una biblioteca. Los machos acabaron su pitanza, sorbieron el café de un trago y, sin limpiarse el hocico, se levantaron dándose empellones, embistiéndose como dos venados en celo, pugnando por llegar los primeros a la barra. El más grueso, el de más acometida, achantó al otro, que se apartó y pidió la cuenta. El vareto triunfador inició la berrea: compuso una postura de galán garrulo, susurró a la lectora requiebros al oído, la miró marcando a conciencia el brillo libidinoso de sus ojos, sonrió con esa mueca que el estímulo dibuja en los varones seguros de que no hay mujeres frías, sino hombres inexpertos y esperó la reacción de su pieza. La chica japonesa se quedó alelada. Pero se repuso enseguida. Cerró su libro, giró en escorzo y se fue con gesto de fastidio, llevándose su brillo y su blancura, dejando en penumbras el café.