TLta melancolía es como esa canción triste que te anega los ojos y te traquetea el habla, pero que no quieres que se acabe nunca. Lo aprendí de pequeño, sentado junto a mi abuelo y a otros como él. Viejos que rumiaban un chicle de rencor que ya duraba más de treinta años. Ese cascabeleo de diente contra diente y de palabra pisándole los pies a las palabras fue la verdadera gramática de la generación de la postguerra. Había muchos muertos y muchos desaparecidos por los que era mejor no preguntar, pero las ausencias provocaban sarpullidos en la piel y brillos de odio en los silencios. Muy apropósito me encuentro con un pensamiento de Rousseau : "la naturaleza humana común a todos los hombres no se manifiesta en la razón, sino en la piedad, en la repugnancia innata a ver sufrir a un semejante". Vale. Pero hay épocas en las que ni la razón ni la piedad asoman por el mundo, sólo el sufrimiento. Es verdad que durante la guerra civil hubo muertos en los dos bandos. Pero los vencedores enterraron a los suyos y pusieron placas en las puertas de las iglesias con los nombres de los "asesinados por las hordas comunistas". Para los vencidos, el silencio y la humillación de saber que sobre los restos de tu madre estaban construyendo unos adosados, y había que morderse la lengua. Una lengua que siempre se han mordido los mismos. Una vez por obligación, cuando Franco ; luego por prudencia, cuando la Transición, cuando les colaron el gol de la monarquía constitucional y las prebendas eclesiásticas para que la derecha no se echara de nuevo al monte. Largo tiempo de silencio. Vale. Pero ya es hora de colocar los crucifijos donde en verdad les corresponde y rellenar los huecos de la historia con algo más que con suspiros de melancolía. Dicho sea sin acritud.