Son gentuza, dice la mujer, que está sentada sobre un trono de cáscaras de pipas y papeles de helado. La papelera está justo enfrente, pero hay que levantarse, así que mejor dejarlo aquí para que lo quite el camarero que total, está para eso. Gentuza, repite, mientras moja pan en la grasa de los filetes. Vienen a operarse aquí, y se traen a la familia entera. Como si la seguridad social no la pagáramos nosotros, los españoles de toda la vida. Y es que te los encuentras hasta de médicos, que el otro día llevé a la niña y me salió un sudamericano. Y cómo le explico, a saber qué estudiarán en esos países. Mientras ella continúa con su discurso, yo, que llevo ya dos horas demostrando la buena educación que intentaron darme mis padres, empiezo a revolverme. Por el calor, el olor a fritanga y por la náusea ante lo que estoy escuchando. Me levanto porque la paciencia está a punto de agotarse, pero aún me llegan sus comentarios hasta la barra, no solo por el elevado tono de voz sino también porque cree que el camarero ecuatoriano no entiende nuestro idioma. Están en todas partes, dice, en la escuela, en urgencias, hasta piden ayudas sociales. Y les dan pisos. Y ropa, que bien que tengo que pagarme yo la de los niños. Luego, levanta la mano y pide otra de bravas con la boca llena, tú, le dice, otra como esta. Y el camarero, que no ha dejado de tratarla de usted, empieza a retirar los platos. Y encima van a poner a una de ministra o algo así, y acabarán votando, sigue como si nadie pudiera escucharla. Es increíble, digo yo desde lejos, y la mujer asiente complacida, sin saber que es en ella en quien estoy pensando.