Acabo de intentar comprarme un televisor y debo confesar que he huido en el intento, dejando al dependiente, con la palabra en la boca. El problema ha sido ese, el de las palabras. Había ido acompañada, sobre todo porque el concepto de ahorro doméstico y la equivalencia euros-pesetas y yo estamos reñidos. Pero, visto lo visto, debería haber ido escoltada por Lázaro Carreter , redivivo, por supuesto, y cualquier adolescente de los que hasta hoy consideraba descerebrados. Se lo explico, como dicen ahora. Llego a la tienda. Qué desea usted, dice el dependiente, sonrisa en la boca, gesto servicial. Un televisor, contesto segura. Pantalla plana, supongo, dice. No, no es para un bar, respondo condescendiente, mientras al vendedor le entra una especie de risa floja. Le conviene una plana, consigue farfullar, y me pregunta de cuántas pulgadas. Hasta este momento yo creía que vivíamos en el sistema métrico decimal, pero ya veo que no, y que es importante saber la distancia entre el sillón y la tele, y empiezo a sentirme sepultada por un alud de datos. Existen por lo visto, televisores LCD con sintonizador TDT y retroiluminación LED selectiva, que consigue un contraste dinámico para no sé qué apagón analógico de la guerra de las galaxias. Y hay más, el equipo debe ser Full HD o ready y tener puertos de conexión. Ve qué negro auténtico. Hasta ahora, no veíamos negro de verdad, dice el vendedor, y yo, que veo de ese color mi futuro tecnológico, empiezo a comprender qué sienten mis alumnos cuando leen a Góngora . Y mi analfabetismo me une al suyo en el deseo de salir huyendo de lo inalcanzable.