Por suerte o por desgracia, aún me sigue sorprendiendo el mundo en que vivimos. Apenas se han bajado de los balcones los muñecos de Papá Noel cuando la ciudad se inunda de los carteles de las rebajas. Hace unas horas las grandes superficies se desvivían por que comiésemos turrón y hoy nos bombardean con grandes descuentos. Da igual en qué, lo importante es que te quiten algo del precio inicial. Antes, aprovechábamos para comprarnos ropa, el equipo o la prenda, que decían nuestras madres, o los horribles fórmulas que picaban tanto. Ahora, nos matamos por otras cosas, por caprichos más caros y menos necesarios aún si cabe que los regalos que acabamos de recibir. Así, quien no ha leído en su vida, tiene el antojo de un libro electrónico, por si acaso, y el que no está dispuesto a hacer deporte, se compra esa maravilla que te permite correr, nadar y hasta jugar a los bolos, sin salir del salón, mientras cocinas y mides calorías, no sé si por ese orden. Y eso sin contar los adminículos, accesorios o miniaturas electrónicas más dignas del inspector Gadget que de una persona de andar por casa. Eres un mindundi no por no llevar móvil, sino por no tener el de última generación, y un pobrecito si aún sigues guardando tus citas en una agenda de papel. Los centros comerciales se llenan de espías con grabadoras, y de guardaespaldas con pinganillos en las orejas, personas que escuchan música por la calle para no sentir la compañía de los demás. Todo con descuento, a veces enorme, como el de la cocaína que estuvo a punto de venderse a precio de plátano. Menos mal que la capacidad de asombro aún no conoce descuentos.