Abraza los tres tarros con cariño y se los coloca en el regazo. Mara Máquina no quiere que los vaivenes de la furgoneta dañen a los pequeños seres vivos que viajan en esos recipientes de plástico. «Son mis pequeñas», dice esta joven entomóloga mozambiqueña, una de las investigadoras más prometederas del Centro de Investigación en Salud Manhiça. Sus pequeñas son larvas de anófeles, el mosquito que como responsable de la transmisión de la malaria es protagonista en una enfermedad que cada año mata a cientos de miles de personas en el planeta. El mosquito no es nocivo, pero es el vector utilizado por el parásito de la malaria para viajar de un ser humano a otro.

Máquina, licenciada en veterinaria, justifica su pasión por los mosquitos pese a su mala fama. Su prioridad ahora es criar cuantos más mosquitos anófeles mejor, sobre todo de las dos variantes más abundantes esa zona, el Anopheles gambiae y el Anopheles funestus. «Tenemos que tener muchos mosquitos. Los necesitamos para probar la eficacia de los insecticidas. Tenemos qué saber si funcionan o no, con qué variedad funcionan más y cuánto duran los efectos de los insecticidas», explica. Su labor es fundamental para el programa Malem, con el que pretenden eliminar la malaria del distrito de Magude.

Las pruebas consisten en rociar la pared con insecticida y colocar un recipiente con mosquitos sobre esa superficie. Los dejan media hora y comprueban si han sobrevivido. Esa prueba la hacen regularmente sobre esas paredes para saber cuánto tiempo tarda el insecticida en dejar de ser eficaz. Las pruebas hechas hasta ahora apuntan a que el insecticida empleado -Pirimifos-Metil- mata al 80% de los mosquitos y su efecto dura entre seis y siete meses.

En el insectario del CISM, centro creado hace 20 años por la Cooperación Española, compuesto por unos contenedores equipados con dispositivos que mantienen una temperatWura constante superior a 30 grados, tienen ya 2.000 mosquitos y 3.000 larvas.

Criar un mosquito no es fácil. Primero hace falta conseguir larvas. El laboratorio importó unas desde Sudáfrica y ahora está recogiendo de los ríos de la zona. Los entomólogos se meten en el agua y buscan los pequeños gusanos. Los identifican porque la larva del anófeles se desplaza por encima de la superficie del agua. Una vez capturadas, las larvas se colocan en pequeñas palanganas de plástico con agua destilada. Allí se las alimenta. «Les damos alimento para peces, agua con azúcar e incluso papilla de bebé», explica Mara.

Conforme van creciendo, los cambian de una palangana a otra. Tras seis o siete días se convierten en pupas que, uno o dos días después, eclosionan en mosquitos. En ese momento, machos y hembras copulan. «Esa inseminación le sirve a la hembra para toda la vida. Ya no ha de aparearse más», explica Celso Antonio Alafo, otro entomólogo.

Para desarrollar los huevos, la hembra necesita alimentarse de sangre, que no puede estar coagulada. Hay un dispositivo formado por unos recipientes con una superficie que simula piel y donde los mosquitos pueden picar y alimentarse de sangre de vaca. A los anófeles no parece gustarles. Así que son los entomólogos los que, con su sangre, les alimentan. Ilidio Sitoe es uno de ellos. «Cada semana meto el brazo. Durante media hora, unos 500 mosquitos se alimentan de mi sangre», cuenta. Una vez que las hembras han chupado la sangre, a los dos días ponen los huevos.