Los que teníamos 15 años en la España de los 70 sabemos que el archienemigo del Che no era le tío Sam ni el Nuncio del Papa: era Camilo Sexto . Yo crecí en un mundo dividido entre el icono del listo y el del guaperas. Los chicos odiábamos a Camilo porque las muchachas pegaban su retrato en las carpetas y nos miraban con ojos comparativos, y así no había quien mojara. Entre él y nosotros no había color. He ahí por qué los niños nos inclinamos por el blanco y negro del icono del Che. Casi nos convencimos de que lo nuestro era idealismo, pero, ahora que ya no importa, es justo confesar que lo habríamos negado tres veces a cambio de gozar entre las chicas del barrio de la mitad del predicamento que Camilo. A los quince años es imposible confesar tal cosa sin rubor, pero visto el curso posterior de la historia, estoy convencido de que, de haber vivido el Che, andaría a estas horas sentado a la derecha de Fidel , entre Hugo Chaves y Bebo , festejando el triunfo de los uniformes. Y a mí sólo me pone el uniforme de Lolita . Viene esto a cuento porque por estas fechas se celebra el 40 aniversario de la muerte de uno y el 35 de la puesta en escena de Jesucristo Superstar , el colmo de la gloria de nuestro enemigo, convertido, por fin, en todo un dios. Pero, curiosamente, el mundo capitalista ha hecho del icono del revolucionario una portentosa fuente de ingresos, mientras que el guaperas es sólo otro monstruo más en el circo de la indiferencia. Y eso me lo hermana. Ahora que ya no es un ídolo, que aparece de vez en cuando por la tele, enfermo de nostalgia, luchando sin éxito contra el olvido, se me hace simpático. Es eso, o son nostalgias de mis quince años.