Cuando uno anda perdido no alcanza a encontrar siquiera donde dejó la brújula. Busca en la mesilla, sorprendido, después con desesperación. Revuelve lápices, con los que ya no escribe, gafas de cerca que ciegan la visión del futuro incierto, pañuelos que recuerdan su nombre en el bordado y que enjugaron demasiadas lágrimas, cremas con perfume de té y de insomnio, y lecturas atrasadas. Y no encuentra nada. Nada en los del baño, más que una soledad húmeda como el sudor que anticipa el miedo, que se adhiere a los azulejos y a la piel. Un remedio ante la pérdida de ese norte, es escribir. Anotarse a uno mismo en el envés de una pagina como en el de un mal sueño, aunque sea para pasarlo y descifrarse en el intento, en el reguero que vas dejando como las miguitas de pan que marcan la dirección correcta. Para eso también sirven los cuadernos. Hitos luminosos en la niebla. En ellos escribo durante mis viajes, largas listas de ideas que me surgen para futuras columnas. Muchas contienen referencias de películas, de libros que leí en aquel momento y llevan prendidas entradas de ópera, tíckets de restaurantes, flores que ahora parecen grises y secas como el pasado. Por eso son cuadernos de música, de olor, de sabor. Cuadernos con el trayecto aprendido, como los cantes de ida y vuelta, como el regusto que deja el vino en la garganta. Porque también están llenos de regreso. De ganas de llevar conmigo lugares y gentes, de compartirlas, desgranándolas, a sorbos, en la umbría de las persianas echadas de mi salón, al compás del ventilador y del silencio indolente de las tardes de verano. Cuando las ideas dormitan y se desentienden de columnas y de plazos de entrega al periódico. Eran, esos cuadernos, donde descansaban tantas historias, un pasaje seguro. Una guía para no perderse. Un billete para el reencuentro. Tan necesario y tan útil cuando, para quienes, El largo camino a casa es, además de una canción de Norah Jones, una misión imposible, un sendero de Hansel y Gretel, donde las marcas han desaparecido para siempre.