Ese domingo por la tarde hacía calor. Octubre deja las calles como en agosto. Paradojas de este mundo que cambia, casi sin darnos cuenta, hasta en el inicio de los ciclos del año. En aquel bar la temperatura de la noche anterior ya era historia hasta que llegara el sábado siguiente y un grupo de espectadores, sin quizá nada mejor que hacer, escuchaban en silencio a un cantautor y a un grupo de locos que alternaban la poesía con la cerveza. Hace falta tener ganas para perder el tiempo así, se preguntarán algunos. Pero lo más extraño de la situación era que los espectadores asistían a la escena sin haber pagado, ni siquiera eran obligados a consumir por recibir aquella infusión de cultura fuera de los circuitos oficiales. El artista, en su empeño, regalaba sus canciones. Al final, ni pasó la gorra porque no la llevaba, pero estoy seguro de que algo habría logrado para pagar alguna factura de casa. Había conseguido que, junto a él, otros cinco músicos compartieran la tarde con una audiencia entre la que se mezclaban jóvenes, padres de familia y algún despistado con ganas de curar la resaca a golpe de versos y canciones. Al final, cuando ya había anochecido y las guitarras se callaron, aquel cantautor se despidió de su parroquia hasta el próximo domingo. "Venga, chaval, mañana a clase", le dijo a un niño al que habrían prohibido entrar la noche antes en el pub y que venía con su padre, poeta en sus ratos libres. Sin proponérselo, ese músico demasiado delgado para su edad había logrado que sus creaciones sirvieran para demostrar que la cultura siempre será auténtica sin más intermediarios que un público que se atreve a dejarse llevar un domingo cualquiera. Prueben y verán.