TEtn estos tiempos en que la izquierda no es de izquierdas, el fútbol inglés especula a la italiana y los cocidos no llevan pernejón ni perejilera, me gusta que al menos una institución no huya de sus esencias doctrinales y retorne a sus conceptos y bases fundamentales, sin aligeramientos ni sacarinas ideológicas. Todo se edulcora, nada es lo que era, los relativismos te despistan y el populismo justifica cualquier desviación. Que en esta vorágine del todo vale con tal de caer simpático aparezca el Papa Ratzinger, supere lo que santa Teresa llamaba el vicio de agradar y ponga las cosas claras y en su sitio, pues qué quieren que les diga, me reconforta y me anima: aún no está todo perdido y es posible que, por el efecto contagio, se imponga la saludable moda del retorno a las esencias y a los valores inmutables en el fútbol inglés, en la izquierda política, en la literatura, el periodismo, las rosas de olor, el Womad y el cocido.

En las televisiones, mientras se celebraba el cónclave, la llamada gente de la calle declaraba que lo que importaba del nuevo Papa es que fuera bueno. Pues ya ven, parece que ha salido elegido un Papa con cara de malo, pero que está cerrando el camino a los relativismos que llevaban a la iglesia a un batiburrillo doctrinal donde parecía contar más el congraciarse con los fieles, a base de buen rollito y concesiones, que el ser exigentes en los dogmas y los principios. Con Ratzinger vuelven los tiempos de al pan, pan y al vino, vino. Esperemos que su ejemplo cunda y pronto sepamos a qué atenernos en otros órdenes de la vida.