Los datos sobre el bajo promedio de lectores en Extremadura, publicados recientemente, me suscitan algunas reflexiones sobre la lectura y su fomento desde organismos estatales. Ante todo, constatar una vez más que los hábitos individuales le corresponden al individuo, a él y a nadie más, y que, a la vista está, resulta más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja que convertir en lector a quien, imitando a Bartleby, el personaje de Melville , se rebela silenciosamente ante deseos ajenos y demuestra que en asuntos de cultura preferiría no hacerlo . Al lector hay que reconocerle al menos dos virtudes: es curioso y sacrificado. Y eso, claro, no está al alcance de todos.

Es difícil que se disparen drásticamente los índices de lectura, en esta comunidad y en cualquier otra. Lo afirmo desde la certeza de que leer es mucho más que un entretenimiento al uso. Leer, digámoslo ya, es un rasgo diferenciador. (Nadie podrá tacharme de elitista, porque el libro es quizá el objeto cultural de más fácil acceso).

Enjuiciar la actuación del Plan de Fomento de la Lectura por el número de, digamos, nuevos evangelizados me parece un error. Aceptémoslo como uno de sus objetivos si se quiere, pero nunca como el único, y menos a corto plazo. La función de este Plan debería ser la de crear clubes de lectura y bibliotecas de barrio, editar libros, convocar premios o acercar los autores a los estudiantes, un camino que sus responsables vienen transitando sin descanso durante los últimos años, algo que agradecemos esos --pocos, dicen-- ciudadanos que hallamos en los libros una fuente inagotable de conocimiento y placer.