TEts curiosa y complicada esta vida nuestra. Desde que nacemos ya vamos caminando hacia la sepultura, obedeciendo a esa frase tan funesta como cierta: todas las horas hieren, la última mata. Entre los balbuceos de un niño y los de un anciano tan solo existe el espacio de una vida humana. Larga, breve, infeliz o dichosa, pero nunca inmortal. Prolongamos la juventud hasta extremos a veces ridículos, pero aún no existe nada que burle a la muerte. Lenta e inexorable, nos aguarda al final de nuestros días, cuyo cómputo solo ella sabe. Puede estar en ese avión desaparecido entre Francia y Brasil. O en una guerra estúpida, o en el camino de un descerebrado que se pone al volante con dos copas de más. A veces no tienes ni que salir de casa para encontrarla o te aguarda en esa calle que cruzas a diario. Pero a veces, en mitad de la desolación, descubres que aunque estás rodeada de muerte, no ha llegado tu hora y que puedes vivir otros noventa y siete años. Que se lo digan a la última superviviente del Titanic, rescatada del hielo cuando apenas tenía nueve semanas. Imagino que ese regalo ha debido pesar en su forma de afrontar los días. No se puede vivir pensando continuamente que vas a morir mañana. Entre el memento mori del miércoles de ceniza y el carpe diem del carnaval, existe un término medio. Puedes irte hoy mismo, sí, pero también puede que no, así que se puede disfrutar de lo único cierto que tenemos, la conciencia clara y serena de que hoy hemos amanecido. Por la tarde, ya se verá, pero por lo pronto, somos supervivientes de cualquier naufragio, y puede que aún nos queden otros noventa años felices por delante.