TNto me entusiasma el Ritz, no me dice nada el Palace y me dejan frío los paradores, las hospederías y los hoteles con encanto. El hotel que verdaderamente me emociona es el Alfonso VIII de Plasencia. La razón es bien sencilla: tengo sobrados fundamentos para sospechar que mis padres me concibieron en él cuando, en su viaje de bodas hacia el norte de España, se demoraron en Plasencia unos días pernoctando en el Alfonso VIII. Desde que les oí contar su luna de miel, el hotel se convirtió en uno de los lugares fundamentales de mi geografía sentimental, en el punto iniciático de un viaje íntimo en pos de la memoria. Sin embargo, hasta hace unos meses, nunca había entrado en el Alfonso VIII. Pasaba por Plasencia y lo veía presidiendo el cruce principal de la ciudad, pero no me detenía. No hace mucho, el presidente del Plasencia de Baloncesto, Martín Oncina, me citó en su cafetería para concederme una entrevista y entré en el hotel como quien retorna al primer capítulo de su vida.

El Alfonso VIII es uno de esos hoteles que caracterizan a una ciudad: el Reconquista de Oviedo, el Gran Hotel de Salamanca, el San Marcos de León, el Alfonso XIII de Sevilla... Hoteles majestuosos, simbólicos, sólidos. Hoteles de toreros, en suma. Sí, porque decir en una ciudad que ese hotel es el de los toreros significa que ya forma parte del imaginario colectivo. Leo que el Alfonso VIII tiene una estrella más, que acaba de subir de categoría y me reconforta. Ahora, mi geografía sentimental empieza de lujo... Ya veremos cómo acaba.

*Periodista