TMtis padres son los típicos jubilados viajeros. Cuando no están en Cáceres (o sea, casi siempre), nos llamamos los domingos, pero no hablamos de la familia, sino de las comidas. ¿Por qué los padres son capaces de comer lo que les da la gana sin menoscabo para su salud mientras que los hijos, en cuanto nos excedemos con la grasa, la fritura o el dulce, nos ponemos al borde del cólico? Supongo que los padres tienen el estómago a prueba de bombas después de superar las hambrunas de los 40 y las fabadas de los 60, mientras que nosotros, de tanto controlar las calorías, hemos acabado malcriando nuestro estómago, que en cuanto huele a morcilla perejilera, empieza a arder.

Ahora tengo por aquí a mis tías de Asturias, esas de las que ya les conté una vez que acostumbran a mearse, literalmente, de risa. Parece ser que han venido con un objetivo fundamental: superar los 80 kilos, que se las veía muy desmejoradas. Ayer hablé con mis padres y sólo de oírles relatar las comilonas ya engordabas. En la última semana han estado en La Cabaña de Ceclavín tomando chanfaina, chuletas a la brasa, pinchos morunos y natillas de crema tostada. Han ido a Monfortinho a por arroz de marisco, bacalao y postres en buffet libre. Han pasado por Coria en busca de exquisitos huevos rotos y a todo ello hay que añadirle el queso de cabra y los solomillos ibéricos de Acehúche, un cabrito completo de una majada de confianza, tencas, carpas, lucios y blaks-blass, higos, almendras, uvas y pitarras... En fin, que mis tías están estupendas y camino ya de las ocho arrobas.