Dicen las malas lenguas que en los últimos años se ha empezado a vender de forma inesperada un libro de Gonzalo Fernández de la Mora titulado El crepúsculo de las ideologías . Por un momento pensé que se debía a la torpeza para comprar por internet de quienes devoran novelas de vampiros, pero algunos datos me hicieron dudar y preguntarme si el ministro de la dictadura habría logrado convencer a buena parte de la población. Uno de esos datos es que el adjetivo apolítico sea hoy un sinónimo de bondad, y que cualquier ente revestido de ideología sea considerado una reencarnación de satanás. Hay quienes creen que el abstencionismo, la apatía o el desinterés por los asuntos públicos les convierte en seres celestiales y virginales. En cambio, siempre he considerado que ser apolítico es una imposibilidad metafísica, porque el silencio o la inacción ante la realidad son también una forma de decantarse tan responsable (o irresponsable) como la del más ruidoso de los activistas. El apolítico --que no tiene nada que ver con el apartidista-- presume de no seguir el dictado de ninguna ideología y lo hace con orgullo, pero siempre me ha llamado la atención que quienes avisan en la tasca de su desapego de las ideologías políticas se marquen siempre unos discursos que habría firmado Fernández de la Mora o cualquiera de sus compañeros de gobierno. Donde estén unas ideas, con todos sus errores, que se quiten los crepúsculos devoradores del rojo elemento. Es tiempo para cualquier cosa menos para prefijos privativos y, como diría el poeta portugués Eugénio de Andrade , es urgente pensar.