TCtada año, al explicar el tema de las jergas juveniles, me encuentro con un libro lleno de ejemplos atrasados. Es sorprendente lo rápido que envejecen las palabras que creemos nuevas. Cuando yo estudiaba, mi profesor nos dictaba ejemplos de rabiosa actualidad: incinérame el cilindrín o me he comprado unos zapatos que son un amor. En la facultad pasamos al qué te marca el peluco, y ahora mis alumnos se parten con los ejemplos supuestamente actuales. También se parten cuando algún adulto trata de imitar su jerga o su forma de vestir. Es lo peor, dicen, patético, qué flipe, y por una vez, no puedo estar más de acuerdo con ellos. A mí me gusta escuchar cómo hablan, cómo inventan, y trato de no volverme loca descifrando cómo escriben en los móviles. Hay que reconocerles una economía lingüística perfecta, mientras no salga de ese medio e invada, por ejemplo, sus exámenes, y hablen del Lzriyodtrms y no del Lazarillo. Criticados constantemente, los adolescentes de ahora no hacen nada distinto de los de antes. Fuman, beben, se enamoran locamente y sufren muchísimo, pero también estudian, trabajan, y son personas normales, eso sí, con las hormonas en ebullición. Cada vez que trato de zafarme de los informes alarmistas o el pesimismo generalizado, recuerdo las palabras que inventan y me animo, porque recuerdo cómo éramos, y no pierdo la esperanza. Móviles y demás aparatos aparte, hacíamos más o menos lo mismo. Entre el incinérame el cilindrín y el déme fuego, por favor, la única diferencia la constituyen los años. O al menos eso espero, mientras observo a adultos con peor educación que la de aquellos que critican tanto.