Como los que acaban de superar una adicción o como quienes avisan de sus enfermedades y alergias en una placa colgada al cuello, yo voy por la vida advirtiendo a todos de que soy un despiste para recordar las caras. No sé si es un defecto o un desajuste mental, pero sí sé que es una fuente de problemas. Suelo pasar por estúpida o tímida si no esbozo una sonrisa ante ese rostro que me resulta desconocido por más que no deje de sonreírme desde la otra acera. Suelo recurrir a la ayuda de los primeros minutos de conversación. Si habla de trabajo, familia o amigos comunes, ya sé dónde ubicar a quien acaba de saludarme. Podría aducir en mi defensa que voy conociendo cada vez más gente, y que fuera de su lugar normal, es difícil ajustar nombre y cara. El caso es que a otras personas no les ocurre lo mismo, y que cada uno debe aprender a vivir con sus defectos. Si Funes el memorioso necesitaba un día para recordar veinticuatro horas, yo soy incapaz de olvidar los nombres y apellidos de mis alumnos, por ejemplo. O no recuerdo el título exacto de un libro, pero nunca se me borra la impresión que me causó su lectura. Así, todos tratamos de lidiar con la memoria, esa mala pécora, que decía Panero . Olvidamos lo que no queremos y nos persigue lo que queremos olvidar. O convivimos con personas mayores que ya solo recuerdan lo cercano. Y, lo peor de todo, convivimos con nosotros, lectores olvidadizos de sucesos que no deben olvidarse. Como los ciento once niños de Nigeria, envenenados con plomo, o el ataque de Israel. Tantas y tantas cosas importantes que duran en la memoria el segundo que se tarda en pasar una página.