TNtunca creí a los escritores de la torre de marfil y sus minorías. Ni a los que dicen escribir para sí mismos o para un único lector. Si así fuera, por qué andar por las ferias delante de un público numeroso. O por qué no renunciar a los derechos de autor cada vez que alguien te compra un libro. A mí, sin embargo, me encanta que me lean. Pienso que los libros no tienen ningún sentido sin el lector, que las historias empiezan cuando el autor las termina, y que el mejor personaje es el que se parece a todos y no a su omnipotente creador.

Por eso, el domingo en el encuentro con los clubes de lectura, en Almendralejo, con gente que se reúne para leer, así de simple, o cuando voy a un instituto a dar una charla y me encuentro alumnos con ganas de saber, que escuchan y preguntan, esos días, encuentro la razón por la que escribo. Para contar, para que lo que cuento llegue a los lectores. Como el marinero del Kursk, el submarino nuclear al que nadie rescató de las frías aguas del Báltico. No sé si se acuerdan, pero en el bolsillo de ese hombre que sabía que iba a morir encontraron un pequeño texto contando lo que había pasado: el frío, la muerte, la falta de luz. Escribo a ciegas, dice. Y como J.J. Millás , que también lo recoge en una columna, creo que ese texto responde a la pregunta de por qué se escribe. Se escribe para contar. Como el marinero del Kursk (qué más quisiera yo esa capacidad narrativa en situaciones extremas) que escribe en sus últimas horas para que alguien lea su historia. Para que alguien sepa lo que ha vivido. Para la inmensa mayoría que puede leer lo que otro escribe a ciegas.