Esto se hunde. Lo dicen la prensa, la televisión, el jefe de la oposición y, a días alternos, el Fondo Monetario Internacional. Nos vamos a pique, y acaso lo mejor será aceptarlo cuanto antes y tratar, al menos, de hacerlo bien. Como los mejores. Como aquel transatlántico de la naviera White Star Line que, hace ahora 97 años, elevó de manera formidable el listón de calidad en materia de catástrofes marinas. Si hay que naufragar, que sea como lo hizo el Buque Correo Real Titanic . Y para aprender a hundirse con elegancia y brillantez a partir de aquel dramático y legendario ejemplo, nada mejor que acercarse estos días a Madrid, donde una exposición y una peculiar iniciativa gastronómica brindan una cabal aproximación al naufragio más célebre de todos los tiempos.

Lo más aconsejable es empezar por la muestra Titanic, the artifact exhibition. Objetos reales. Historias reales , que fue inaugurada el 20 de noviembre en la plaza de Colón y permanecerá abierta hasta el 19 de abril. La entrada es algo cara (14,50 euros en día laborable, aunque hay diversos descuentos), pero la exposición resulta sorprendentemente conmovedora. Más de 230 objetos recuperados del área de escombros que rodea a los restos del naufragio, a 3.800 metros de profundidad, documentan la fascinante historia del barco, desde su construcción en los astilleros de Harland & Wolf, en Belfast, hasta su desaparición, tragado por las aguas del Atlántico, a las 2.20 horas de la madrugada del 15 de abril de 1912, dos horas y 40 minutos después de que la colisión con un iceberg abriera una vía de agua de casi 100 metros en el casco del buque.

La campana de Fleet

Vajillas, sortijas, instrumentos de navegación, naipes, objetos de aseo, maletas, baldosas, monedas, picaportes y hasta una botella sin descorchar de champán Moët & Chandon Seco Imperial 1898 son algunas de las piezas que, junto con la reconstrucción de varias estancias del navío y abundantes fotografías de la época, evocan aquella trágica epopeya que despertó al mundo de su sueño de progreso ilimitado y omnipotencia tecnológica. El recorrido --que permite al visitante tocar una parte del casco del Titanic (una experiencia transformadora)-- concluye en una sala presidida por una réplica a pequeña escala del fatídico iceberg y por la auténtica campana que el vigía Frederick Fleet hizo sonar tres veces al avistar el bloque de hielo.

La presencia de estos objetos en Madrid es el pretexto que ha empujado a los responsables del Hotel Palace (rebautizado en el año 2000 como Westin Palace) a celebrar el aniversario del naufragio con una serie de veladas que recrean la última cena servida en el restaurante A la carte del Titanic , el único de pago en todo el barco, reservado a los pasajeros de primera clase. El marco es idóneo, porque el Palace, que en su día fue el hotel más grande y moderno de Europa (fue el segundo en incorporar cuarto de baño y teléfono en las habitaciones), abrió sus puertas justamente en 1912, el año del hundimiento. "Existe un gran paralelismo --apunta Paloma Gracia, responsable de relaciones públicas del Westin Palace--, porque ambos fueron símbolos de lujo e innovación".

La cúpula acristalada que cubre el magnífico hall circular del hotel, en el que se ubica el restaurante La Rotonda, se confunde en la desbocada imaginación del comensal con la que coronaba la escalinata de proa que daba acceso a los alojamientos de primera clase en el Titanic . La cubertería de plata lleva el emblema del Palace, y no el de la White Star Line, pero la vajilla de Limoges de principios de siglo, con su delicado borde dorado, sí se asemeja a la fina porcelana inglesa Royal Crown Derby utilizada a bordo. Y el pantagruélico menú, de 10 platos, es el mismo que el célebre chef francés Auguste Escoffier y el jefe de cocina Henry Tingle Wilde diseñaron para que fuera servido en el restaurante A la carte en la noche del 14 de abril de 1912.

Para asistir a la titánica pitanza, que se ofrece hasta el 3 de mayo a 50 euros (bebidas aparte), no es preciso vestir de etiqueta, detalle que se agradece pero que habría contrariado a Ben Guggenheim, el rico heredero estadounidense que, al saberse condenado, pidió un frac a su ayuda de cámara y soltó una frase inmortal --"ya estamos preparados para hundirnos como caballeros" -- que le retrataba como el petimetre que al parecer era.

Hacia el final de la cena, un amable camarero espolea al saciado comensal: "Piense que los del Titanic no llegaron al pichón. Se hundieron antes". El dato es falso, pero, por alguna extraña razón, abre a uno el apetito.