Imagino la noche en que por vez primera un hombre sopló una caña hueca y le arrancó un sonido. Dice Lin Yutang que la poesía se la debemos al despioje, que el placer de sentirse acariciado por una mano amiga es el inicio de toda reflexión poética. Bien pudiera ser, pero yo estoy más por creer que el sentimiento poético nació con el hallazgo de ese primer sonido que un hombre le arrancó a la noche. Y digo noche porque para un milagro así se precisa que hasta el paisaje se acompase a la gravedad del suceso. Y la música es un milagro cotidiano del que participa el hombre. Apostaría que ya aquel medio salvaje cayó en la cuenta de que en una canción cabe la melancolía del mundo, que en un puñado de notas se encierra la alegría de vivir, que una canción es la vasija inesperada donde un buen día uno haya recuerdos que creía muertos o perdidos.

Estas cosas las pensaba yo la pasada noche, en el Festival Irish Fleadh, en medio de la plaza de San Jorge de Cáceres, mientras, sobre el escenario, Dervish le arrancaba a la noche sonidos que parecían haber nacido al principio de los tiempos. La ciudad vieja, el cielo estrellado, la música envolviendo a cientos de personas que se estremecían en al menos una docena de idiomas diferentes. Pura magia. Es como estar en Edimburgo, escuché decir a alguien. Yo pensé que era como estar en el cielo. Todo perfecto. La organización, la puntualidad, el sonido, los músicos, el público. Increíble. Corear bajo las estrellas melodías que de pura emoción nos encharcaban los ojos. Y me sentí orgulloso de que aquello estuviera pasando en mi tierra, porque ningún embajador, ninguna campaña de márqueting, ningún truco publicitario puede hacer tanto bien a nuestra ciudad como el regalarles a quienes la visitan un pellizco de Paraíso.