Tomar cinco aviones en ocho días pone a prueba los nervios de cualquiera. La certeza de que el avión es el modo de viajar más seguro no anula el temor a ser víctima de un desastre digno de aparecer en las páginas negras de los informativos. Al final la sangre nunca --o casi nunca-- llega al río y uno, en vez de dar por hecho la inminente repatriación de su cadáver, acaba por sobrellevar el vuelo de la mejor manera posible. Para matar el rato lo ideal es leer un buen libro o echar una cabezada, pero si no hay tanta suerte siempre queda la posibilidad de combatir el aburrimiento y la carencia de espacio dando rienda suelta a la imaginación. He aprovechado que he visto las cinco temporadas emitidas de la serie Lost para pensar, durante el transcurso de estos vuelos, qué pasaría si, imitando a la ficción, el avión se estrellara en una enigmática isla (no demasiado desierta) del Pacífico, una isla singular que funcione sujeta a las leyes de una hipotética máquina del tiempo. Ya puestos, me preguntaba quién de mis compañeros sería el médico heroico, el guaperas estafador, el torturador iraquí, quién el simpático gordito o el rockero adicto a la cocaína. Sugestionado por la ensoñación, llegué incluso a desear que mi avión se estrellara. Luego, cabal, concluí que convertirme en un superviviente de un accidente aéreo me impediría ver la sexta y última temporada de Lost , que narra precisamente las vicisitudes de los supervivientes de un avión: el 815 Oceanic.

La ventaja de la ficción es que uno puede experimentar sobrecogedoras experiencias sin moverse del cómodo sofá del salón, y sin despeinarse un pelo.