Cinco años atrás José Tomás dejaba al toro. O el toro le dejaba a él, vaya uno a saber. Escuché por entonces en un programa de radio los reproches que un compungido empresario taurino dedicaba al diestro madrileño. Decía este buen hombre que un torero ha de ser un personaje público. El problema, creo, era que José Tomás no quería ser un personaje (público) sino que aspiraba a ser una persona (privada). Pero la fiesta nacional --que ahora no es una sino muchas y por eso la escribo en minúsculas-- no acepta la privacidad porque quizá no acepta a la persona. En cualquier caso, un hombre serio (por naturaleza) y un toro serio (por destino) se dijeron adiós ante un público incrédulo que no entendía la heterodoxa negativa del primero. Intuyo que José Tomás llegó a la sabia conclusión de que si hay algo artísticamente más sublime que torear es precisamente no hacerlo. En Bartleby y compañía --ensayo sui géneris que ya he textamentado en alguna ocasión en esta esquina de prensa-- Enrique Vila-Matas nos llevó de la mano hacia esos escritores que, siguiendo la doctrina del legendario personaje de Melville (Preferiría no hacerlo ), se alejaron por voluntad propia del ruedo de las Letras. Podría decirse, pues, que José Tomás es un torero del no. O mejor dicho: era. Para deleite de sus seguidores el pasado domingo, después de cinco años toreando a puertas cerradas, volvió a vestirse de luces en una tarde de No hay billetes para entablar una conversación muda con el toro, ese sufrido animal de mirada torva y sangre de arena que nunca ha tenido la oportunidad de decidir su futuro. Y eso sí que es una gran faena.