A punto estuve de decirle que la comunidad no era suya sino de Esperanza Aguirre . No me atreví. El alcalde estaba muy enojado, así que agaché la cabeza, le di la razón y le prometí no volver a escribir ningún textamento sobre Madrid y la Santa Inquisición. Eso pareció ser suficiente para redimir mis pecados. Se acabó el túnel y se acabó el sueño. Al menos ese, porque la noche venía agitada y poco después me vi en otro sueño discutiendo con un matrimonio de la alta burguesía, miembros del Opus Dei, que me habían invitado a comer en su casa señorial para discutir sobre temas teológicos y sobre mis talleres literarios, en los que, según ellos, yo estaba dando mala imagen ante los alumnos. Algo imperdonable. Cuando les pregunté a qué se referían, contestaron que no me hiciera el tonto --al parecer yo ya sabía --, y se pusieron a cuchichear entre sí mientras yo hundía mi humillado rostro en el profundo plato de la sopa de cocido. A punto estaba de conseguir morir de asfixia, como era mi objetivo, cuando alguien sacó mi cabeza del plato. Eso fue todo lo que vi: mi cabeza --solo mi cabeza y parte del cuello-- sujetada por la cabellera por un robusto brazo tatuado.

Harto de tantos vapuleos y frustraciones, decidí imponerme al mundo onírico y regresar a la cruda realidad. Soy Gregorio Samsa y esto es un sueño, me dije, y al despertar me encontré en la cama convertido en un monstruoso insecto, similar a una cucaracha.

Ha pasado una semana desde entonces y aquí sigo, arrastrándome con pesadez por el suelo de esta lóbrega habitación a esperas de que el amigo de Kafka escriba un final feliz para esta historia.