TLta primera cosa que tuve clara en la vida fue que quería ser escritor. La segunda, que carecía de talento para lograrlo. Así pues, en cuanto ahorré unos euros, fui al mercado negro y contraté a un negro, con perdón por la redundancia. Lo que no sabía es que un negro de categoría cobrase honorarios de supervedette, por lo que hube de apañármelas con uno modesto, uno que no sabía leer ni escribir, es decir, un negro más bien tonto e inútil. Pero como la cosa ya estaba hecha y no era cuestión de quedar, una vez más, como un idiota ante la familia, no despedí a mi negro sino que, a escondidas, me puse a escribir y a escribir como un negro, con perdón, y lo que iba saliendo lo enviaba a periódicos y a revistas, firmando todo, por supuesto, con el nombre de mi negro.

Llevé una doble, agotadora vida y, a la vuelta de unos años, ya tenía yo, es decir, mi negro, un mediano prestigio en el mundo de las letras. Había logrado, a la chita callando, eso que en el oficio, pomposamente, llamamos hacerse con un nombre. Un nombre más falso que Judas, sí, pero qué quieren que les diga, así es la rosa. Si alguien escribiera mi biografía, a estos años los llamaría los del boom o de la burbuja. Luego se descubrió que lo del negro era un fraude y que detrás de ese escritor de éxito se escondía un tipo cualquiera, con lo cual las ventas cayeron en picado, ya que los tipos cualquiera no son santos de la devoción de nadie.

En consecuencia, el director nos puso de patitas en la calle, al negro y a mí, y en nuestro lugar ha contratado a un escritor profesional, a un tecnócrata que le saque de la crisis. Pero, como el tecnócrata tiene sueldo de supervedette, contrató a mi negro. Y mi negro, que sigue sin saber leer ni escribir, me ha contratado a mí. Y en esas andamos.