TLta aceituna y su cultura extraordinaria deberían destacar en el sanctasanctórum de la patria extremeña, en el shangri-la de la raza, en el relicario de una nación... Como los panellets y las cocas de Cataluña, como los pimientos de Espelette y las piperades euskaldunas, como los lacones con grelos y las filloas de Galicia, elevadas por esquerras, batasunas y bloques nacionalistas a la categoría de esencias de un país, la aceituna rajada, machacada, endulzada, guisada tendría que provocar emociones nacionales, presidir banquetes patrióticos e inspirar discursos de la raza. Pero aquí somos tan cabales y sencillos que no creemos que nuestra sabiduría aceitunera sea un hecho diferencial.

Una cultura milenaria late tras la aceituna extremeña y su manejo. Ese sabor único que convierte un plato de olivas y un trozo de pan en un manjar inigualable es el resultado de mil otoños perfeccionando una tradición que ha convertido un fruto amargo, feo y basto en delicia sensorial. La aceituna extremeña, ya sea verde, ya sea negra, ya sea entera, rajada o machacada se endulza con la sosa durante tres días y luego se toma sin más, o se alegra con la sal, o se guisa con el ajo, el tomillo, el orégano, la guinda y el laurel... Hay quien las enrabieta con guindilla, quien las agria con limón... También están las añejas, que reposan en una tinaja de barro con laurel, ajo entero, sal y agua y se comen en verano. Lo dicho, la aceituna es un mundo, un laberinto, el símbolo de un pueblo, Extremadura, capaz de domeñar lo rústico hasta convertirlo en primoroso.