TMte gusta la firmeza de mi madre y de las madres de su generación. Tienen muy clara la frontera entre lo correcto y lo estrafalario y son infalibles sentenciando. No estudiaron carreras, no conocieron otros mundos, tuvieron una juventud unidireccional de ideología única y cuando se les ocurría leer novelas, se les afeaba esa afición impropia en una señorita. A cambio de esa falta de matices y poliedros, gozan de un pensamiento monolítico que les reporta muchas ventajas a la hora de enfrentarse con lo cotidiano. Porque en política, en religión, en literatura o en arte, la perspectiva múltiple enriquece y reconforta, pero en cuestiones domésticas y de pura urbanidad, tanto ángulo y tanto caleidoscopio acaban por volverte loco. ¿Qué hacer en un acto público, qué ponerse para una boda, cómo comportarse ante un entierro? En esos momentos tan comunes, el aparato bibliográfico no sirve para nada y lo que cuenta es la intuición de las madres.

La otra tarde, mi padre se vistió para ir a misa. Desde hace años, acostumbra a subir al altar para leer la epístola. Como le va la comodidad, se puso una chaquetilla de lana y una camisa desabrochada hasta que lo vio mi madre, le ordenó ponerse corbata y sentenció dogmática: "Las cosas como son". ¿Y cómo son las cosas? Pues como dicen las madres porque la madurez consiste en averiguar que en el día a día, ellas siempre tienen razón. Por eso, cada vez que dudo ante un compromiso, la llamo y le pido certezas: "¿Voy a este entierro, acudo a esa boda, me visto de domingo, visito a don fulano?". Y mi madre me dice cómo son las cosas.