Es el último bohemio, el penúltimo extravagante, la reciente sensación de las calles cacereñas. La ciudad de los raros y los freaks enriquece su panoplia de seres estrambóticos con la llegada de, tachán, tachán... ¡Joaquín, el amigo de Chuck Norris! Siguiendo la estela de Nano, el predicador de salmodias inconexas que no decía nada, pero reconfortaba mucho. Tras Bocatique, Zacarías y El Machamuelas, ante ustedes, Joaquín Martín Corral.

Joaquín es de Navalmoral de la Mata y ha dedicado la mayor parte de su existencia a recorrer mundo. En América conoció al actor Chuck Norris, con quien se ha hecho varias fotografías que certifican la amistad mutua. Joaquín diseña y confecciona sus propios trajes y zapatos. Son prendas fashion de vivos colores. Llamativo y personal, ya enriquece el bestiario prodigioso de las calles de Cáceres.

Con Leopoldo el de la Bici en Mérida y Pitoño el del Casete asimilado por el paisaje, Cáceres necesitaba un nuevo personaje inconcebible que reavivara las esencias de una ciudad irónica donde lo fuera de quicio siempre se ha respetado mucho. En noviembre de 2002, recogíamos en EL PERIODICO EXTREMADURA una antología de desvaríos callejeros. La irrupción del amigo de Chuck Norris ha estimulado los recuerdos para tratar de completar aquella relación.

COSTILLARES, CAMARERO ¿No se acuerdan ya de Costillares? Era un vecino del barrio de San Antonio que en su juventud había sido camarero. En su época, aún se cazaba por El Rodeo y hasta allí se iba con su vieja escopeta de avancarga. Al pasar por la carbonería del Tío Macario (donde hoy está el bar Puerta de Mérida), los muchachos y los albañiles lo irritaban cantándole: "Costillares, camarero, te quedaste sin casa y sin dinero".

También se enfadaba mucho Gregorio Cartulina, otro entrañable cacereño a quien los adolescentes gritaban: "Gregorio Cartulina, el terror de las gallinas". En los años 50, había un personaje curioso que vivía con las hermanitas de los pobres. Se llamaba Elías y la leyenda decía que era el correveidile de las sores. Debía de ser por eso que su nombre popular completo no era otro que Elías Cucurrana, el alcahuete de las hermanas.

Sin salir del subgrupo de freaks sufridores, no podemos olvidarnos de La Gata, una buena señora que vivía en la parte antigua e iba cada día a por agua con su cántaro. Los muchachos que acudían a clase al instituto tenían la malsana costumbre de picarle con una púa el cántaro, provocando, chorrito a chorrito, su consiguiente mojadura. Aunque acabó por entetenerse con el juego y los días que los estudiantes no la escarnecían, era ella quien los provocaba hasta que los mozos retornaban a las andadas.

En esta relación de personajes inolvidables no puede faltar Eduardito, empleado municipal y ayudante de la banda de música que tenía la manía de entrar en algunos lugares por la ventana sin malicia alguna. O Michelín Gambiensis, popular barbero de la calle Brocense a quien también apodaban el Dringli.

Por Pintores se apostaba El Detective. Se trataba de un caballero misterioso ataviado con una gabardina clara y larga. Se colocaba a la altura de la cafetería Lux (hoy, Sabor a Mixtura). Cuando pasaba alguien que a él le parecía sospechoso, se subía los cuellos de la gabardina y lo seguía Pintores abajo, deteniéndose cuando el elegido se detenía. Para darle más emoción al seguimiento, El Detective avisaba a los viandantes con gestos ostensibles y voces: "Este es, este es".

En el Gran Teatro estaba Ñuja, a quien los espectadores, en el transcurso de la película, tenían la costumbre de preguntarle: "Ñuja, ¿cuánto falta?", a lo que el interfecto siempre respondía extendiendo la palma de una mano: "Cinco, cinco". Acabamos nuestra relación con Emilio, un vallisoletano que vivía en la caseta de la basura de la cerca de la plaza de toros, donde hoy está La Zambomba. Vestía de legionario y calzaba botas de fútbol. Las vecinas de la calle Reñidero de Gallos lo alimentaban con sobras y él clasificaba las basuras antes de que pasara el camión municipal.

Muchos de estos personajes eran empleados caritativamente por el ayuntamiento, que para desembarazarse de ellos los envió al colegio universitario cuando se inauguró. Fue terrible. Resulta que debían avisar a los profesores cada vez que acababa la hora de clase, pero los estudiantes bromistas les explicaron lo que tenían que decir y los catedráticos acabaron hartándose de que cada 60 minutos un extraño conserje abriera la puerta del aula y les anunciara solemnemente: "Profesor, ha llegado su hora".