Hoy se celebra el día internacional de las personas de edad, eufemismo incierto para llamar a quienes han cruzado el umbral de la vejez, o sea, los viejos. Dicho así, suena peor y no parece nombrar a quienes se mantienen activos, van a cursos, hacen gimnasia y viajan a donde sea, disfrutando de la esperanza de vida que ha aumentado casi en veinte años. Ante ellos, me quito el sombrero. Ya me gustaría llegar a los ochenta con la mitad de energía que desprenden. Pero, desgraciadamente, también existen los otros, los que no responden a eufemismos. Qué más quisieran que abandonar la silla de ruedas o la cama, o poder recordar su propio nombre. La enfermedad mental o física los ha convertido en personas que no pueden valerse por sí mismas. Devueltos a la niñez, son alimentados y bañados por sus familiares, cuando se puede, o por personas ajenas, cuando no se puede, con la zozobra inmensa de depender de la buena voluntad de los extraños. A veces, los cuidadores, casi siempre los cónyuges, acaban tan enfermos como los cuidados y entonces comienza el agobio. No hay plazas suficientes en residencias públicas, y las privadas no están al alcance de cualquiera. Somos la generación más longeva de la historia y en unos años, habrá millones de centenarios en el mundo. No sé si estamos ciegos o locos, pero las ayudas a la dependencia van a paso de tortuga y no decimos nada, porque siempre hay algo más urgente contra lo que levantar la voz. Así, día tras día, los ancianos siguen en manos de familiares cansados o cuidadores ajenos, como si su problema no fuera el nuestro, como si nosotros no fuéramos también a ser un problema.