TDtesde que llegamos a la democracia, once leyes educativas han intentado ordenar nuestro sistema educativo. Ninguna ha contado con el consenso del partido más importante de la oposición, lo que dice mucho de la ley y del desorden en que vivimos desde entonces. Parece ser obligación del partido ganador tirar por tierra cuanto se haya hecho, y sacar algún proyecto polémico que desvíe la atención de lo realmente importante. Ya hemos tenido el problema de las humanidades, el de la religión, y ahora la educación para la ciudadanía. De eliminar el latín y el griego a explicar en inglés una asignatura que habla de nuestra sociedad, no hay más que un paso en la escala del absurdo. La educación se ha convertido en un laboratorio donde experimenta el ministro de turno. O el consejero, porque tenemos tantos sistemas educativos como comunidades, o casi. Pruebe a matricular a su hijo en una diferente cada año. De Galicia a Cataluña, pasando por aquí, habrá contemplado el banco de pruebas del uso político que se hace de los currículos. Que no seamos capaces de ponernos de acuerdo en lo trascendental, nos lleva a la ridiculez de programas intranscendentes que adoctrinan y segregan da igual en qué dirección. Y que además, obligan a cambiar de libro de texto con el consiguiente enfado de los padres. Educar es hacer política, en el sentido de polis, de buscar el bien de cada ciudadano. Pero no en el de polémica. Da igual quién acierte y de qué signo sea, lo importante es acertar. Así que a ver si por fin, se logra un consenso en educación que deje de marearnos a todos y que dure más de cuatro años. Tampoco es pedir tanto.