TCtade jueves, de seis a siete, la residencia Cervantes es una fiesta. Las abuelas, como se llaman ellas, se engalanan con encajes que ya solo saben tejer sus manos, y los abuelos se ponen más coquetos que nunca. No se celebra ningún baile, ni se juega al dominó, ni hay actuaciones de grupos regionales. Se leen cuentos, así de simple. Durante esa hora, la magia de los relatos convierte al auditorio en niños, en un público entregado como pocos. Alrededor de una mesa, sus espaldas cargadas de años se inclinan para beber palabras inventadas que no tienen edad. Sus oídos y sus ojos ya no son los de antes, pero comparten cada historia y la saborean como un caramelo antiguo, condurándola hasta adelgazar cada sílaba y poder guardarla para siempre. Lecturas compartidas lo llaman ellos, porque las comparten con Francisco Montero , Paco, un hombre que dedica la tarde de los jueves a acercar los libros a quienes ya no los tienen cercanos. Así se llama el programa: libros cercanos, y está auspiciado por la Consejería de Cultura, por el Plan de Fomento de la lectura y por la Biblioteca municipal, cuya directora, Carmen Barrantes , me acompañó un jueves a leer mis cuentos. Fui invitada por Paco, que lee en voz alta a las abuelas, que se pintan como antes, y a los abuelos, que se sientan cerca porque no oyen bien. Cada jueves, la residencia Cervantes tiene el honor de recibir al mejor lector posible, aquel que ama tanto los libros que dedica su tiempo libre a compartirlos. No sé si se realiza esta actividad en otros sitios, pero ojalá todos los que presumimos de lectores tuviéramos la generosidad suficiente para hacer lo mismo.