Tiendo a pensar que hay una estrecha relación entre la pulsión por la creación literaria y la enfermedad del alma. Ahora que estoy ordenando mis libros --y de paso mis ideas--, concluyo que gran parte de mis escritores preferidos padecían --escribo en pasado: prefiero no citar autores vivos-- serios problemas personales. Estaban, por decirlo de alguna manera, enfermos. No más que muchos otros, pero lo estaban. Para ilustrar con ejemplos, en mi biblioteca ideal no faltarían títulos de Bukowski, Kerouac, Steinbeck, Poe, Carver, Chukri (alcohólicos); William Burroughs, Artaud, De Quincey (drogadictos); Maupassant, Nietszche, Strindberg (pacientes habituales en manicomios); Hemingway, Primo Levi, Brautigan, Stefan Zweig, Hunter S. Thompson (se suicidaron); Sastre, Neruda, Hamsun, Céline (defendieron dictaduras como las de Stalin o Hitler); Strindberg y a su manera Henry Miller (misóginos); Voltaire (partidario de la esclavitud); etcétera.

Y ya sea fruto de un mal momento o de sus tendencias destructivas, algunos se cebaron con sus mujeres: Norman Mailer apuñaló a su segunda esposa con un cortaplumas y Burroughs le pegó un tiro en la frente a su compañera mientras practicaba un juego a lo Guillermo Tell .

A tener en cuenta este cuadro de patologías, quienes tengan intención de iniciarse en la ingrata tarea de escribir tal vez deberían preguntarse si padecen alguna enfermedad existencial que combatir con el dardo de la palabra. Definitivamente, a sabiendas de que hay opciones menos exigentes de pasar el rato, yo diría que los que se creen sanos de espíritu pierden el tiempo enfrentándose al folio en blanco.