Alo loco!, ¡a lo loco se vive mejor!». Al menos es lo que cantaba Luisa Linares allá por los cincuenta. Un simpático bayón, epígono castísimo de aquel baile cuasi demoníaco con que la sin par Silvana Mangano estremecía, por esa misma época, las pantallas de toda España. Neorrealismo de alto voltaje. Creo que la Mangano y el mismísimo «matatore» Gassman comerían (y se amarían) bien a gusto en La Taberna del Loco de Navalmoral de la Mata.

Al cazador de yantares no le gusta asaltar la presa sin olfatearla. El entorno lo es casi todo. La Taberna del Loco está en el centro de Navalmoral. Paseé por la plaza de León Sánchez. En una fachada aledaña cuelga un mármol que le recuerda. Fue médico y murió en 1921. Firmado, sus admiradores. Debe ser muy gratificante llevar casi cien años muerto y que quede testimonio de la gente que te estuvo agradecida. Un poco más allá, otro mármol recuerda a otro doctor, Don Pablo Luengo, fallecido en 1928. No conocía de esta angelical costumbre morala para con sus galenos. La plaza de León Sánchez no es grande, aunque en ella mueran, túmulo fastuoso, Colón, Carlos V, Hernán Cortés y casi, le faltan cincuenta metros, el propio Pizarro. A pesar de tan altas prosapias no debe andar el barrio en sus mejores días, de cada cuatro casas se venden tres. Una de las que no se venden me sorprendió, basta alzar el brazo para tocarle el tejado. Cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras... expresión que, por cierto, no aparece en el Quijote. Calle Cervantes, que por otro por cierto, también muere en la del meritado Doctor Sánchez.

La Taberna del Loco se ubica en lo que en tiempos se decía un hotelito, o sea, una casa con jardín, más o menos aislada, que sirve de vivienda a una única familia supuestamente acomodada. Un lugar simpático, con su jardín, su palmera y sus tres cipreses. Creo que es parte primera y primordial del encanto que pudiera ofrecer el restaurante. Pero hace frío. Dentro todo tiene un aire un tanto decadente, como si de un film de Visconti se tratara. Varias estancias, que conservando sus muros, resultan comedores independientes. En el salón principal crepita la chimenea. Gente joven. Viernes como hoy, treintañeros en escapada. Me gusta ver como se disfraza la gente cuando echa el fin de semana fuera de casa. En los hombres el disfraz no es llamativo, pero en las mujeres alcanza detalles de una candidez supina. Me gusta comer entre jóvenes. La juventud calienta cuando se te va enfriando la sangre. A la derecha la chimenea, a la izquierda los jóvenes y las jóvenes excursionistas.

Sin duda, en La Taberna del Loco hubieran disfrutado la Mangano, la Loren y la Lollo (la Lollobrígida, por si algún tierno infante me leyera). Un sitio magnífico para tener treinta años, el bolsillo fortificado, hambre y un par de colegas con más hambre aún. Si lo suyo es comer con mantel, no es exactamente su sitio, pero la carne a la brasa es contundente, se sirve contundente y se cocina contundente. Y el jardín es ideal para, después de comer, zumbarte un Montecristo 1935, lo nuevo de Habanos.

Aún más, le reconozco un mérito al restaurante: dar sin rebozo el precio de los platos ofrecidos fuera de carta. Ya saben, hay mucha canallada. Casi tanta como sal llevaban las setas a la plancha con las que abrí boca. De segundo, brasas, por supuesto. Es el santo y seña del establecimiento. Me ofrecieron carne limusina y gallega. Me tiré a lo más cara, la gallega (con perdón). Bien… sin cohetería. Ideal para compartir en un festín pantagruélico, joven y neorrealista. Cave canem, los postres los firman con nata (y los rubrican con chocolate). Ustedes verán.