Para afearle a Mariano Rajoy el uso que el Gobierno hace de su capacidad de veto, Pablo Iglesias pronunció en marzo pasado en el Congreso de los Diputados varias expresiones más propias de una barra de bar que de un debate parlamentario. «Esto a usted se la suda», le espetó al presidente. No consiguió convencerle, pero se ganó unos cuantos titulares de prensa. La situación parece sacada del libro Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? (Debate), en el que el periodista británico Mark Thompson (Londres, 1957) explica cómo la sordera de la vieja política hacia las preocupaciones de la gente ha provocado la irrupción de nuevos actores en la vida pública que han cambiado la retórica por el tuit ocurrente y la reflexión por la frase impactante. Y en la política, como en la vida misma, las palabras son las que configuran la realidad, piensa este periodista y profesor de retórica y persuación pública en Oxford.

-¿A qué se refiere exactamente cuando afirma que el lenguaje de la política se ha depauperado?

-Hace cinco años, cuando empecé a hablar de esto, alguien me dijo: bueno, los políticos llevan contando mentiras toda la vida, siempre han preferido atacar a sus oponentes antes que tratar de seducirles. De acuerdo, pero hoy ocurre algo nuevo: la forma como habla Trump, que coincide con la de los políticos del brexit y los líderes populistas europeos, no se parece a como hasta ahora han hablado los políticos.

-¿Cómo es ese nuevo lenguaje?

-No es solo el lenguaje, también es la forma como se expresa, su intensidad, su grado de atrevimiento, su informalidad. Se transmite mediante mensajes directos y frases cortas, a modo de tuit, con abuso de recursos propios de internet y las redes sociales. En la política se ha consolidado una forma de hablar diferente a la de años atrás, en la que se usaba la retórica para explicar las propuestas y la argumentación para tratar de convencer al adversario. ¿Qué vendía Hilary Clinton en las elecciones? Nadie lo recuerda. Con Trump no hay dudas: era el tío que quería construir el muro, sin más. Con ese mensaje tan simple, ganó.

-¿Trump es el ejemplo prototípico de este fenómeno?

-Sí, por su lenguaje agresivo y sin matices. Él no necesita un gran discurso para decir lo que quiere decir, le basta un papel y dos frases. El resto lo improvisa o se lo inventa. Pero no es el único. Lo llamativo es que esto está pasando a la vez en muchos países con culturas políticas muy diferentes y marcos mediáticos distintos. La gente ya no se fía del lenguaje que usan los políticos, y cuando encuentra otra opción que ve más cercana, la abraza, llámese Trump, Farage, Grillo o Le Pen. Todos tienen en común que no hablan como los políticos de toda la vida.

-Vayamos al origen. ¿Este fenómeno cuándo se ha producido?

-Se ha ido cocinando durante años. Tras la caída del muro de Berlín, el discurso político mundial empezó a estar dominado por una suerte de izquierda-derecha que difuminó las diferencias entre las distintas opciones. Cada vez era más difícil distinguir a los líderes de un lado de los del otro. Por otra parte, el lenguaje de los tecnócratas, los economistas y los especialistas empezó a distanciarse del que usa la población. La crisis económica también ha ayudado.

-¿Cómo ha influido?

-Entre miles de ciudadanos de muchos países occidentales caló el sentimiento de haber sido traicionados por sus líderes, que se negaban a aceptar la responsabilidad que tenían en lo ocurrido. Esta es una historia de promesas rotas, de gente que acaba decepcionada con los políticos tradicionales y con el discurso que manejan.

-¿Son los culpables?

-Son los máximos responsables, porque cometieron el error de dejar de escuchar al pueblo. Hace unos años, entre los políticos de mi país se puso de moda la expresión «hagamos un ejercicio de escucha». ¿Pero qué es eso? ¿Entonces qué han estado haciendo todos estos años? ¡Se supone que están ahí para detectar las demandas de la población! Abrieron una brecha entre la gente y la política que ha permitido la irrupción de nuevos líderes y nuevos lenguajes. Simplemente, porque no escuchaban. Lo que ha pasado en Reino Unido con la inmigración es un ejemplo de libro.

-¿Se encuadra en este fenómeno?

-Claramente. La ansiedad pública con el asunto de la inmigración llevaba años creciendo, cada vez más, pero los políticos no querían tocar el tema porque decían que hacerlo podría generar racismo y división en la sociedad. Pensaron que si se silenciaba, desaparecería, pero los problemas no se arreglan así. Si en mi país hubiese habido un debate público serio sobre la inmigración, la población se habría sentido escuchada y no habría optado por el brexit, se lo aseguro.

-¿Cuándo funcionaba bien el lenguaje político? ¿Qué líderes sabían manejarlo?

-A pesar de las presiones que entonces había, funcionaba aceptablemente bien en los años 80 y 90 del siglo pasado. Figuras como Bill Clinton, Ronald Reagan o la propia Margaret Thatcher, con sus defectos, supieron explicar sus ideas políticas al tiempo que transmitían la sensación de que entendían lo que la gente quería, que empatizaban con sus preocupaciones. Usaron un lenguaje que logró embarcar a la población en la idea de un viaje compartido.

-¿Qué responsabilidad tienen los medios de comunicación en lo que ha ocurrido?

-Bastante. El panorama mediático se ha hecho muy competitivo y las empresas de comunicación han caído en la tentación de buscar el impacto para captar audiencias. Cada día se interesan por historias más extremas contadas de forma más corta, con menos matices, con menos reflexión. Han cometido el error de tratar al público de forma paternalista pensando que la gente no es lo bastante inteligente como para entender un tratamiento serio de la política. Al final, una parte importante de la población ha acabado percibiendo que medios y políticos tradicionales son socios del mismo club.

-¿Cómo han influido las redes sociales en este cambio de paradigma del discurso político?

-Han tenido un efecto acelerador. Las redes sociales generan cadenas de replicación de mensajes en las que alguien dice algo y mucha gente lo difunde sin reflexionar. Por otro lado, en el área del márketing ha crecido el interés por descubrir mecanismos para persuadir a los consumidores. Se busca la frase y la imagen con que engancharles para que compren. Esa forma de comunicar basada en la persuasión ha acabado trasladándose a la política.

-¿Cómo se corrige ese rumbo?

-Recuperando el valor del diálogo, la retórica y la reflexión. La actitud con que los políticos encaran los debates debería ser otra. Frente a la desconfianza en el adversario y el deseo de anularle con una frase ocurrente, que es lo que ahora impera, tendrían que restablecer una presunción de buena fe en el que tienen enfrente, de confianza mutua. Se trataría de recuperar el espacio de la retórica y la negociación, de dar y tomar. Hablo de no tener prejuicios y tratar de convencer en vez de descalificar.

-¿Qué sabe de España? ¿Aquí también ha cambiado el lenguaje político?

-Por supuesto. Pero España tiene una particularidad, y es que aquí el populismo ha arraigado en la izquierda más que en la derecha. Aunque no comparta las políticas con los partidos xenófobos europeos, Podemos utiliza sus mismas tácticas y su mismo lenguaje. Parten del desarraigo que siente un sector importante de la población que se ha visto excluido a raíz de la crisis, gente que siente que la política tradicional dejó de escucharla.

-¿Qué piensa del discurso independentista de Cataluña?

-Aquí también existe un sentimiento de no ser escuchados. Lo sienten los catalanes hacia Madrid igual que los escoceses hacia Londres. Los partidos separatistas conectan con el populismo, pero bajo sus discursos hay razones históricas y culturales que hacen más sofisticado este debate. No conozco a fondo la cuestión catalana, pero los argumentos que tiene Escocia para pedir la independencia o para seguir en la Unión Europea tienen cientos de años de historia, no han surgido ayer. Esto me hace confiar que en este asunto puede haber un debate más razonado y sosegado que el que algunos mantienen contra los inmigrantes.