TDtura muy poco, casi nada y apenas da tiempo a enmendar los errores. Suele suceder en Navidades, porque en estos días te das cuenta de cómo ha pasado el tiempo, tan deprisa, de cómo, sin darte cuenta, has dejado de ser hija para convertirte en madre, de pertenecer al grupo de quienes no hacían la cena y podían salir, a encabezar la cuadrilla de los que pasan la tarde en la cocina. Y esa tarde, con los dedos llenas de harina, al lado de tu madre, las fronteras se desdibujan. Dura muy poco, el tiempo justo de mirar de reojo sus arrugas, su espalda cada vez más encorvada o el temblor de sus manos. Y te preguntas desde cuándo está así, si hace unos días era la de siempre, la que volvía cargada de bolsas, la de los detalles, la que sabía si tenías fiebre simplemente con un beso. Ahora, cuando entiendes que, aunque quiera, ya no va a cuidarte porque necesita ser cuidada, se desvanecen las fronteras que estúpidamente has levantado. Te miras en el espejo y contemplas una imagen desconocida, una mujer, que no pareces tú, que también compra, hace comidas, y cura constipados, una mujer que se parece cada vez más a tu madre, al gesto alegre que tuvo siempre, a la sonrisa que le crecía todos los días, a la paciencia infinita que ahora descubres. Dura muy poco, casi nada, el momento exacto en que las dos imágenes se superponen, la de la niña que eras hasta ayer, tal y como te verá ella siempre, y la de la adulta en que te has convertido. Solo entonces entiendes, y buscas su mano, y ella, con sabiduría infinita, no necesita darte la bienvenida a ese terreno de nadie en que por fin se entienden madres e hijas.