TLtos que pasamos nuestra infancia en la década de los 70 sufrimos cada tarde de los sábados siguiendo las lacrimógenas peripecias de un niño genovés en busca de su madre. Aquella mujer italiana había emigrado a Argentina en busca de algo que le sirviera para sacar de la pobreza a su familia, y al país suramericano llegaron también un millón de transalpinos que hemos acabado viendo en los apellidos de muchos futbolistas y en ese maravilloso castellano con acento italiano que se habla en Buenos Aires. Muchos años después, Alemania y Suiza se llenaron de gentes que venían del sur de Europa, que comían pasta, hablaban alto, gesticulaban mucho y --todo hay que decirlo-- realizaban pequeños hurtos. Los italianos fueron uno de los pueblos del mundo que más tuvo que emigrar para huir de la muerte y del hambre, pero la mala memoria se ha adueñado de Berlusconi, Bossi y sus ministros, que acaban de convertir en delincuentes a quienes repiten lo mismo que sus compatriotas hicieron en un pasado no tan remoto. A la Italia de hoy no podría llegar un niño llamado Marco en busca de una madre rumana que trabaja en el servicio doméstico de una rica familia milanesa, porque a buen seguro que se arriesgaría a 4 años de cárcel. Alguien dijo que la libertad consistía en que cualquier ser humano pudiera estar en la calle sin tener que dar explicaciones a nadie, pero en Italia ser extranjero puede llegar a ser un crimen. La amnesia colectiva nos impide ver que renacen con fuerza las mismas ideas que asolaron Europa durante la primera mitad del siglo XX: todo es tan triste como en aquella serie de nuestra infancia.