Para mi amiga Ana no hay malas noticias. Es capaz de darles la vuela y convertirlas en inconvenientes de poca importancia. Es algo parecido a lo que hacen los chinos, que cuando están reparando los desastres de la inundación se refugian en la fructífera cosecha de arroz que surgirá de los anegados bancales. Es un método un poco trágico, para que voy a mentir. Consiste en creer que cualquier revés, ya sea suspender una oposición o romper con el novio, suceden para impedir una catástrofe peor que podría haber llegado a ocurrir, desde un accidente de camino al ansiado puesto fijo, hasta un maltrato del guaperas rompecorazones. El jueves la ciudad de Cáceres recibía una de esas malas noticias ante las que se puede caer en una depresión colectiva. Sobre todo porque se habían depositado demasiadas esperanzas y, tal vez, porque la corta distancia nos impedía percibir la real dimensión de nuestras posibilidades. El amor y la pasión nos ciegan casi siempre. Será por eso que nuestros hijos nos parecen los mejores tenistas o bailarines, aunque un día los resultados nos dejen de piedra. Ahora que han pasado unos días desde ese jarro de agua fría, uno piensa que quizá haya sido mejor quedarse ahora en el camino y no llegar con demasiada miel en los labios a junio de 2011. Para ser una ciudad encantadora Cáceres ya tiene muchas cosas, y para ser una ciudad europea de la cultura no necesita que la nombre ninguna comisión de expertos. Sólo hace falta que la población se siga entusiasmando con cada evento y que se vaya generando una dinámica en la que crear cultura sea tan importante como consumirla.