Me gustan las mañanas de niebla porque el mundo parece por hacer. Detrás de los cristales, una maraña húmeda cubre las calles, como si fuera el envoltorio de la novedad que nos traerá el día. Todo se viste de una lentitud y un silencio ajenos a la prisa de las horas anteriores. Si es fiesta, la casa tarda en despertarse, y en el pasillo flota un sopor hecho de respiraciones queridas y cotidianas. Al abrir la ventana, el olor a leña y a campo se mezcla con el del café recién hecho. Qué poco pesan entonces los rencores, las discusiones, las malas noticias cuando no puedes ver más allá del cerco de luz de las farolas, y la ciudad parece inexistente. Más tarde, los medios de comunicación, los amigos, la familia o la gente con la que nos cruzamos por la calle intentarán convencernos de que las personas no tienen solución y de que el calendario no escapa a la barbarie; pero ahora, mientras respiramos tranquilidad, eso parece ajeno. Solo escuchamos el rumor de la lluvia, el canto de algún pájaro, pisadas amortiguadas por las hojas caídas. Todo parece tener su medida, no estar sujeto a excesos. Conviene disfrutar de estas mañanas de niebla, de esta alucinación de creer que el mundo está por hacer y puede cambiarse. Si mantenemos esta esperanza, nunca estaremos conformes con lo que nos muestran como inevitable. Puede que algún día las cosas cambien, sobre todo, si intentamos mejorar lo cotidiano. Se lo debemos a los que vienen detrás, a los que siguen dormidos e intentamos no despertar en estas mañanas de niebla, no sabemos si para que descansen un poco más o para que aún sigan creyendo en los sueños. Feliz año nuevo.