TStuelo madrugar mucho, aunque me acueste temprano, sobre todo si ando dando vueltas a algo pendiente o si estoy enredada en la tela de araña de una buena novela. Hay días en que me suena un despertador interno a las cinco de la mañana, y ya no hay quien me haga dormirme de nuevo. Aprovecho mucho esas horas. Calculen, a las diez de la mañana es casi la hora de comer si uno lleva cinco horas despierto.

La casa está en silencio. Apenas suenan los pasos y el olor a café recién hecho se mezcla con el ruido amortiguado de los camiones y de los pocos coches que ya se han lanzado a la carretera. A través de la ventana llegan sus ráfagas de luz, filtradas por el rumor suave de los árboles moviéndose al compás de la brisa de la madrugada.

El primer café del día me lo tomo a la hora feliz de las teletiendas. Mientras a la ciudad aún le quedan unas horas de sueño, en algún lugar del mundo rubias perfectas y atletas como Apolo tratan de vender cualquier cosa, desde el pelapatatas mágico hasta las plantillas adelgazantes pasando por el Whisper XL o el milagro de la faja comegrasas. Es apasionante. Entiendo que la tele cree adicción, sobre todo antes del alba, cuando es difícil resistirse a esos artilugios que llegarían a nuestro domicilio por un módico precio, encima con sartén antiadherente de regalo.

Es un momento de calma y optimismo. Todo puede conseguirse, desde cocinar como un chef hasta aprender inglés en dos horas. Además el silencio, la novela esperando, el pan con aceite, el día por delante. Qué sencillo es creer que otro mundo es posible. Luego empiezan las noticias y la esperanza se desvanece. Tan temprano.